Daniel Alcaraz Gómez
Efímera vida de los delincuentes
En Morelos, generaciones perdidas
No hay una estadística confiable respecto al número de jóvenes víctimas de la delincuencia organizada, porque la autoridad siempre dará cifras maquilladas. Sin embargo, sabemos que son muchos: miles de caídos entre los 16 y los 30 años, edad promedio de quienes entran a formar parte del crimen.
Fue a partir de 2009, con el asesinato en Cuernavaca de Arturo Beltrán Leyva a manos de las fuerzas federales, que el estado comenzó a vivir un clima insoportable de violencia que no termina. Es decir, son 16 años de enfrentamientos entre cárteles opuestos y ejecuciones al por mayor. No sabemos si algún día tendrá fin, pero han diezmado a la población joven, porque —como se dice en ese ambiente— quien entra ya sólo sale con los pies por delante.
Y no se crea que se trata únicamente de muchachos —y también jovencitas, que cada vez son más— de niveles graves de pobreza. Conocemos a algunos que descienden de familias más o menos acomodadas y que, por alguna razón, deciden ingresar a ese mundo en el que, más temprano que tarde, acaban en el panteón o en la cárcel. Difícilmente alguien que formó parte de algún cártel vive para contarlo mucho tiempo.
Hay análisis y estudios serios en la materia que calculan un promedio de vida para los sicarios de entre seis y siete años. A menos que asciendan rápidamente en las estructuras delincuenciales y, como jefes, se expongan menos a los riesgos. En todo caso, son excepciones.
¿Pero cuál es el atractivo de pertenecer a alguna célula de secuestradores, distribuidores de droga, trata de personas?
Pues, de entrada, el dinero fácil, obtenido sin esfuerzo; el ejercicio de un poder impuesto a punta de bala; la actuación en pandilla, que los hace sentirse protegidos, incluso ante la autoridad. Y algunos otros motivos más para quienes no habían tenido grandes aspiraciones en su corta vida.
Y por mucho que se cuestione el llamado presidencial a no hacer apología del delito —ya sea por parte de grupos musicales o por la adoración de la personalidad de capos encumbrados en el crimen—, calificándolo como censura, consideramos que es lo menos que se puede exigir. Ahora resulta que esos enemigos públicos son héroes. Quienes así lo vean, es porque son parte de tales estructuras. Hay que ir limitando los excesos que nos llevaron a tal grado de perversión y maldad. ¿O no?
